Palabras mayores by Luis Spota

Palabras mayores by Luis Spota

autor:Luis Spota [Luis Spota]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Literatura mexicana
editor: Siglo XXI Editores
publicado: 2017-07-28T05:00:00+00:00


Tres minutos después de la hora convenida, pero todavía dentro del margen de seis de tolerancia que el estatuto concede a los burócratas del país, el presidente apareció en la puerta de ese alargado recinto, de pisos de parquet y muros y plafones cubiertos de sobredoradas molduras de yeso, en el que dos veces por año (según la tradición, y cuantas fuera necesario, conforme a las circunstancias) se reunían con su jefe a conversar o por él ser reprendidos, los titulares de ministerios.

—Buenas noches, señores…

—Buenas

—Noches

—Señor

—Presidente… —expresó, a capella, el coro del Gabinete.

—Siéntense.

Don Aurelio Gómez-Anda, todo él vestido de negro, ocupó la cabecera de la sólida y ancha mesa de caoba. Su figura se perdía un poco entre el altísimo respaldo de la Silla Presidencial, desde cuyo borde alzaba vuelo de bronce el Águila de la Libertad, representación de la Suprema Magistratura, debida a un orfebre florentino del primer tercio del diecinueve que originalmente la fundió en oro a la cera perdida.

Lo advirtieron huraño, de mal talante. Duros los labios, ninguna sonrisa ilustraba su rostro. Oscurecido de pelos, su ceño presagiaba borrasca. Como si estuviese incapacitado para hacerlo por sí mismo, ordenó al edecán, con un gesto, que abriera, frente a él, la carpeta de cuero negro. Sólo una cartulina la ocupaba. Coronel de Estado Mayor, el ayudante la retiró un poco más para que los ojos del Señor pudieran enfocar las palabras en ella escritas.

—Hmmm… —pujó, sin añadir más. Parecía estar leyendo, letra por letra, las palabras puestas entre los bordes de la tarjeta.

Conocedor de los efectos, don Aurelio prolongaba el del silencio, tan deprimente, ahora, para sus colaboradores. «¿Por qué carajos no empieza a barrernos el viejo cabrón?», pensó Ávila Puig, igual de molesto que de temeroso; quizá el más temeroso de los quince o dieciséis hombres que habían reunido su ansiedad en torno a la mesa. Con una lenta mirada el presidente los abarcó a todos.

—Comprenderán que estoy muy molesto por lo que está ocurriendo, ¿eh? —dijo, devolviendo los ojos a la tarjeta y olvidándolos en ella—. Comprenderán, también, que tengo motivos para estar disgustado… ¿Los tengo, señores…?

Levantó entonces el rostro nuevamente y lo presentó al examen de las miradas que le llegaban desde las tres orillas. Marat Zabala, que se había sentado a su derecha como Juan El Predilecto, se removió con inquietud tal vez lamentando hallarse tan cerca. El silencio que estaba ofreciéndoles, ¿debía ser ocupado por las explicaciones? Los hombres volvieron a removerse, a entretener un poco sus dedos en los lápices, bolígrafos y blocs de apuntes que cada uno tenía enfrente. Alguien debía decir algo. Alguien estaba obligado a decirlo. Víctor Ávila Puig supo que todos estaban odiándolo. ¿Quién si no el ministro de Industrias y Desarrollo era culpable de la furia de Gómez-Anda?, ¿quién si no él, debido, pensaban, a su negligencia, había permitido que una rutinaria discusión de tarifas se complicara hasta convertirse en problema nacional…?

—Los tiene usted, señor presidente… —El doctor Ávila no recordaría después cuándo había empezado a hablar ni cuando se levantó.



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